Un manifiesto siempre es un anacronismo, un gesto que evoca a poetas muertos e intelectuales colonos. Pero también es un intento por declarar principios sobre un terreno pantanoso, sobre barro de río, sobre imágenes huidizas. Desde acá, las fronteras son coordenadas en movimiento donde la teoría opera como una ficción y la ficción como una posibilidad.
Un documento, una licencia o una visa, también un amuleto. El pasaporte lleva consigo el concepto de límite y salvación. De frontera. Entre lo anímico y lo somático, entre lo propio y lo ajeno, entre mi casa y la del vecino, entre mi alma y la de sus antepasados. Su sola existencia supone identificación y diferencia. Un asunto de credenciales, de selfies o de fakes que se presentan como miserias o vasallajes: la miseria entre unos y otros, el vasallaje de vivir en un lugar y la sintomatología de tener un cuerpo.
Lejos de contraseñas caducas, metáforas gastadas, chistes en una lengua muerta de tan familiar, solo en la frontera y entre extranjeros, puede nacer un diálogo capaz de irrumpir en la plácida comunidad del monólogo perpetuo. Un diálogo que nos vuelva lo bastante extraños para desbaratar la trampa de la inercia y devolvernos la palabra, contraponiendo las rutas de lo incierto a los circuitos del algoritmo. Hay fronteras que no separan, sino que invitan al cruce, al contacto.
El pasaporte pone a prueba lo más íntimo de su extranjería. Ahí donde aparecen las huellas de lo propio que deviene extraño irrumpen los escollos, las contradicciones, los callejones sin salida. Una oportunidad de transitar el borde. En ese tránsito, en esa distancia, donde las palabras promueven ficciones que tensan el límite de lo decible, la lengua no pertenece a un solo lugar ni se dirige a un único destino. El trazo es una flecha al cielo.
En Revista Pasaporte no buscamos domesticar el enigma sino darle paso, donarle la palabra y ponerlo a escribir.

