
Es difícil salir (del zoo)
1
Roberta ha subido a mi habitación. Ya lo había hecho antes. No lo hará más.
—Estoy toda sudada —me dijo apenas llegó, en el silencio caliente de la una. La miro mientras se baña. Bajo la ducha, el agua se curva una y otra vez: sobre los hombros, los pechos, las caderas. Después se seca con mi toalla amarilla. Su sensualidad parece congénita.
Me acuerdo de una canción alemana: Ich bin eine Frau für die Liebe (soy una mujer para el amor).
Luego acomoda sus nalgas en la cama y duerme la siesta. Una lección de anatomía que Rembrandt no pintó. Prendo un cigarrillo. El humo, indolente, vaga por el cuarto. Ella se levanta y va al baño. Orina con fuerza. Se viste rápido. Me da un beso corto y baja las escaleras. Roberta es puro órgano. ¿Será un fetiche para mí y un síntoma para su marido? ¿No-toda, entonces? ¿Desdoblada?
Son casi las cinco. Me llama Pandol desde abajo. Tenemos internada a una monja. Debe ser por eso. En el pabellón de Mujeres hace un calor bárbaro. Ella se retuerce como una lombriz. Suda. Se arquea. Se sacude. En su clownismo, el camisón se le levanta por encima del vientre velludo. Finalmente, acaba. Un hondo suspiro y un pedo. La enfermera parece asqueada por lo inequívoco de la escena.
La monja tiene un hermoso perfil de tana. Me recuerda a la Mangano. Ahora ronca un poco con un rayo de sol en la cara. Me quedé pensando en la estesia que motivó el orgasmo de la monja. Me gustan esas “parejas” entre la mujer mística y su director espiritual. Por ejemplo, Madame Guyon y Fénelon.
¿Qué hay allí? ¿Entre ellos? ¿Entre las visiones y la lectura dogmática? ¿Entre una mujer y un hombre? Hay cartas de amor, cierto —como las que recibía el abad—. El gran teólogo von Balthasar fue crédulo: se dejó dictar por Adrienne von Speyr su teología del Sábado Santo. Ella decía participar místicamente en los sufrimientos de Cristo. El Cristo muerto no desciende a los Infiernos (el Sheol), sino que experimenta en el alma el infierno. Balthasar subraya la hondura del grito de abandono en la Cruz. Sus superiores jesuitas pusieron en duda el testimonio de Adrienne. El teólogo abandonó la Compañía de Jesús.
Pero, ¿qué es un cuerpo? ¿Un reflejo en el espejo? ¿Un éxtasis? ¿Un algoritmo de lo viviente? ¿Un toro? ¿Un obstáculo para el amor? ¿Un problema del rengo? ¿Un problema de Cristo? Me detengo en el pie.
Le guiño el ojo a Freud, siempre atento al pie de la Gradiva. No puedo pintar el pie como Caravaggio. Lo que puedo hacer es un dibujo de su anatomía, de su límite impreciso, de su contorno. Pie de la mujer, claro: dedos, uñas, empeine, tobillos, talón. Lugar para ver, oler o lamer. Un objeto fenomenal que se adora. Es decir, un fetiche.
—Estoy toda sudada —me dijo Roberta apenas llegó, en el silencio caliente de la una.
En mi nosografía hay mujeres congénitas y mujeres adquiridas. Al verla apolillar después, pensé que era un magnífico animal: cabeza, tronco, brazos y piernas. Dormido, dejó de cabalgar. Recordé la famosa escena del taxi, en Ime Edwarda. Desató los lazos de su dominó y se quitó el bolero. Entonces dijo para sí, en voz baja: “Desnuda como una bestia”.
Todos los pelos están en su lugar, en las axilas y en la ingle. Protuberancias, los pies de Roberta son hermosos. Sobre todo el dedo gordo, perfectamente alineado, de uña ancha, pintada de rojo. Le explico el fetichismo de algunos. Yo no tuve tiempo. El animal reposa. Es el Uno. Ahí está el Uno. Ni teológico ni filosófico. Lo examino más de cerca. Lleva una alianza. Una señal hacia el Dos. Pero ahora no. Oigo un borborigmo en el animal del esquema metafísico. Kant nunca tuvo la ocasión de verlo así.
Yo no sabía prácticamente nada de Roberta, solo que vivía en el pasaje De Marchi con su marido —que estuvo internado aquí mismo—. Vino a verme un par de veces por la medicación, ella sola. Con sus soplos de seducción me mostró la verdad falaz de una mujer. Pero yo era joven y frágil. Fuimos arriba. El gato nos vio subir por las escaleras. Roberta hizo dos o tres movimientos rápidos. En su entrepierna velluda se asomó, con descaro, un pólipo rojo y turgente.
Roberta no tenía ninguna canción en los labios. Nunca la oí tararear nada. Solo gestos, golpes de ojos, direcciones del mentón o de la pollera. Ningún signo ambiguo. Pura determinación. Hora y día de la cita. Tiene razón Céline: la mujer que habla te la pone floja.
El animal rationale duerme. La metafísica tiene razón. El animal ha sido mordido por el logos, por el ritmo, por el canto, por el ruido. Un salto de calidad en el parque zoológico. Una mujer de hombres. El marido tuvo o tiene un delirio de celos. Yo, vestido, y ella desnuda. Yo fumo y ella duerme. Un polvillo de sílabas en su cabeza (también en la mía). Un objeto físico en el espacio, más o menos grande. Por ejemplo, el animal ocupa casi toda la cama con su extensión, sobre la derecha, una pierna más recogida que la otra. Su estesia es limitada. Nunca vio a un ángel. Sus sandalias están junto a la cama, a la espera de ser movidas y guiadas.
Abro discretamente la puerta que da al pasillo. Con el gato nos miramos de arriba a abajo. Ninguno de los dos baja la mirada. Como dos fieras en el 300. Él es mucho más bajo que yo y, además, se apoya en cuatro patas. La cola se enrosca y desenrosca. Es un macho con toda la polenta encima. Y me parece medio arrabalero, nocturno, de tapiales y techos, hembrero.
Mira el afuera. Ni retención ni protensión. Sin pérdida del ayer ni espera del día siguiente. Lo envidio.
2
El divino peyote… ¡Hierve de alcaloides! Lejos, se oye un sonido de tambores, un ritmo: tam tam tam. Tal vez un hechicero descoyuntado canta, baila y jadea: raj raj raj. Una india en cuclillas mea detrás de un árbol quemado. En el ramaje, la H de la fornicación.
El brujo fue iniciado por los tarahumara, entre torrentes y barrancos. Es decir, en la relación sexual, por el rito del peyote, un cactus de ocho lados de flores blancas o rosas, entre agosto y octubre de 1936. ¿Habrá sido burlado por los indios? El brujo lo creyó por un tiempo. Había signos por todas partes en esa sierra que se desmoronaba. Signos inteligentes, calculados, en los árboles, en los matorrales, en los pasillos estrangulados por rocas.
La montaña de los signos: eso fue lo que primero anotó, y el texto fue publicado en español el 16 de octubre de 1936 en el diario El Nacional, de México D. F. Pero al brujo se le apareció una H ladeada, torcida, como un signo grabado con hierro al rojo en un gran pino. No podía leerse sino como la escritura de la relación sexual: dos enormes falos unidos por un trazo. Es difícil imaginar la escena. Días enteros a caballo o a pie, con el guía. El brujo envuelve el paisaje con su meta-francés inigualable, la tapera de los indios, sus vestimentas, sus hábitos. Y siempre, una noche anda sobre la noche.
Esa raíz del peyote arde en alcaloides. ¿Qué pasa con la alucinación? Sea visual, acústica o corporal. Y toda una semiología se levanta entre la polvareda. Las vías del significante son antipsíquicas; las del signo, espirituales. Los tarahumara no le temen a la muerte física. Sí a la espiritual. ¿Será verdad que Platón nunca estuvo por allí? La raíz del peyote es hermafrodita. Como es sabido, tiene la forma de un sexo de hombre y de mujer mezclados. Es un cactus de ocho lados, de flores blancas o rosas.
Son las mujeres, de rodillas ante sus cubos de piedra, las encargadas de moler el peyote con una especie de escrupulosa brutalidad. Los sacerdotes, mientras tanto, mean y se tiran pedos estruendosos. La ceremonia tiene mil ángulos. Pero el brujo pudo participar en todos los ritos.
Estoy en Chihuahua. Voy bajando hacia el puerto. Pienso en el mar, en el oleaje, en el barco, en el faro. El tamboril me volvía loco. No podía pensar en Grieg. Au revoir! La maladresse sexuelle de Dios no es sólo la de haber hecho un macho y una hembra mal entrazados, también es una traición del macho, du mâle: se le para mal, se empalma mal. El espíritu es un soplido, y otras sonoridades: pedos, eructos, gritos, canturreos, glosolalias.
Toda la semántica del soplo.
El brujo se embarcó en Veracruz rumbo a Saint-Nazaire. Adiós a la raza de los hombres perdidos, a la estirpe, a la generación. Fue internado de oficio en el Sainte-Anne, en abril de 1938. Lacan lo entrevistó. Se diagnosticaron, mutuamente, erotomanía. Es decir, una fijación en los órganos, la cogida, no sé. El delirio descree de la contingencia, de lo eventual, de lo posible. Una teoría del otro, claro. Prevenido de ser dios, el brujo retiene el Gólgota, la crucifixión. Se identifica con el condenado a muerte, las dos manos atadas o clavadas.
Inadvertidamente, el brujo podó el ramaje de la psicopatología: solo que da el luto o la locura. El trabajo de duelo siempre se hace mal, porque deja la noche y el espectro. Pero cuando hay relación sexual, deja el día y la iluminación. Porque el duelo es imposible en la psicosis. El campo del sujeto pierde su soporte fálico. La melancolía no es un duelo.
En Rodez le pasaron la “máquina” varias veces, 120 voltios. Lo dejaron baboso y desdentado. Ahora vive en el asilo de Ivry-sur-Seine, en un pabellón vetusto y aislado. Cree que Gérard de Nerval también estuvo allí. Tiene la llave. Entra y sale cuando quiere. Va al Flore en el metro. Se acomoda en la terraza. Hace gnosis. Hace sortilegios. Le gustan las papas fritas.
3
Ideen II es un texto desorbitado. Sobre la mano de Husserl hay otras manos (las de Edith Stein, las de Landgrebe). Pero solo allí la Natur y el Geist son articulados o mediados por la carne o el cuerpo propio. Hay, en la cabeza de Husserl —que, por supuesto, se describe a sí mismo—, una atención muy fina a la diferencia entre la psiquis y la pulsión. Ni la menor idea de la doctrina freudiana.
Jaspers fue muy cauto con la fenomenología husserliana. Tomó el fenómeno, la Erscheinung, como vivencia y no como la cosa que aparece aquí y ahora. Las sensaciones son vivenciadas, pero no aparecen objetivamente. Y los objetos que aparecen no son vivenciados (erlebt).
Con Jaspers, la causalidad psíquica de la locura hace su debut. Se camina mejor en el asilo, porque ahora se trata de la invención del otro y, por cierto, de un co-delirio. El ego husserliano, tan variopinto (puro, trascendental, espiritual, personal, etc.), es olvidado, tanto como la cuestión de la presentación del alter ego o de otro hombre, en Husserl.
En su estudio de los celos delirantes, Jaspers moviliza la temible problemática de la Einfühlung, de la intropatía. Mi experiencia del cuerno del otro no interesa si no ese intento de reapropiación de la alteridad del otro a través del sentido de sus vivencias. Lo que pasa al centro de la escena no es la corporeidad carnal del otro, sino el fenómeno del otro hombre (Erscheinung des fremden Menschen) en su delirio, la comprensión de su vida psíquica.
El haptocentrismo de Ideen II, a Jaspers, lo hubiera dejado completamente frío. Como la constitución del alter ego.
De acuerdo con Jaspers, en la psicopatología de asilo hay una alternativa: explicar o comprender. Es lo que se llama “proceso” o “desarrollo de la personalidad”. En otras palabras, sinsentido o sentido. “¡Cuídense de comprender!”, les decía Lacan a sus erizos. Pero solo después de haberse aprovechado, en su tesis, de la teoría de las relaciones comprensibles. La categoría de la “comprensión” le parecía nauseosa, ignorando probablemente que Binswanger, después de leer Sein und Zeit, la había abarcado con una finura incomparable.
Pero la psicopatología, hay que decirlo, nunca abandonó la órgano-génesis. Para la psicopatología, un delirio puramente psíquico es un engorro. Una fenomenología de lo psíquico, de lo viviente, de lo animado en general —hombres y bestias— no le hubiera interesado a Jaspers. Tal vez sí, el Ich-Mensch, el yo-hombre o el ego psíquico. Pero la andadura de Jaspers es otra: el caso es la personalidad. Ese es el aire que lleva al asilo. Y el que le llega al joven Lacan en su tesis. Es una historia increíble.
Después de tantos años de rechazo y de olvido, en el Seminario 23, la personalidad vuelve por sus fueros. Ahora es un objeto topológico: el lazo de trébol, siempre fallido. “La psicosis paranoica y la personalidad… son la misma cosa”. Eso es lo que una andadura terrestre le pasó inadvertida: sus saltos, cabriolas y esquivas. Jaspers se hubiera reído de un alma animal (Tierseele). ¿Por dónde iba a comenzar sino por el alma humana y la posibilidad de la locura? Es una pizca de fenomenología husserliana la que toma. Pero hay que reconocer que Husserl le prestó mucha atención a la percepción engañosa, a la alucinación y al espectro. Es decir, a todo lo que parece desbordar la sensorialidad: el delirio báquico.
Pero el privilegio del haptocentrismo en Ideen II es incontrastable. No conozco a nadie que se haya tocado más que él, con los dedos de la mano. La mano del otro, tal como yo la veo tocando, “apresenta para mí el aspecto solipsista de esa mano”. Husserl siempre vela por la alteridad del otro, el fenómeno del otro hombre (Erscheinung des fremden Menschen), la comprensión psíquica del otro.
¿Por qué Husserl? ¿Por qué el tacto? Por la diferencia entre Körper y Leib; por el privilegio de lo táctil en la constitución del cuerpo propio viviente (Leib). No hay Leib sino por el tocar, sobre todo con las manos. Pero no tocamos nada de la pareja sexual (que no hace otra cosa que tocarse). Husserl se detiene. Es cartesiano. El Uno del cuerpo puede más que su mano. Méritos y deméritos de la fenomenología: el fenómeno erótico se le escapa o no está en su obrador. Su mujer está en el jardín cortando flores. Hace falta ese afuera para el momento solipsista del tacto. Ni una palabra sobre el beso o la caricia. Por más que él reconoce haber apretado otros cuerpos (Körper).
El mismo hizo pareja con Malwine, su esposa, supuestamente hurgada por la misma mano. La distinción entre cuerpo y carne fue introducida por Husserl (ya que Descartes la enmascara bajo otros nombres menos visibles: alia corpora y meum corpus). En el texto de Husserl hay una pulsionalidad sexual que implica o entrelaza la carne del otro en la carne del ego. Es la diferencia carnal. Los manuscritos tardíos de Husserl desandan la egología, la meditación cartesiana, la monadología. Es cierto que la pareja carnal aparece apenas dibujada. Pero está: Ein Paar. Husserl no entra en detalles. Pero la mano de su análisis no la presentía.
Lo que muestra, en suma, es la relación aporética de la fenomenología con su propio límite: lo toca, lo retoca, lo trastoca.
4
El Dasein es el autor de la diferencia ontológica. El Dasein comprende, de un cierto modo, algo como el ser. En tanto existente, comprende el ser en relación con el ente. No se determina esencialmente como viviente, como algo vivo. ¿Su edad? La de Sein und Zeit.
En la analítica existencial no hay lugar para el ego husserliano. El mando del Dasein es el mundo común. Sein und Zeit es incompatible con todas las filosofías de la alteridad. Pero quien pasa por ese libro sale demudado. Adentro no hay nada de Husserl. No hay “conciencia” en Sein und Zeit. Ni ser consciente (Bewusst-sein). Ni persona ni personalidad. Ni sujeto alguno. Sólo ese mit, ese “con”, de donde se sostiene toda la psiquiatría del Dasein.
El Dasein es una irrupción (Durchbruch) en la filosofía. Un libro célebre, inconcluso y aporético: Sein und Zeit, en el que la pregunta por el ser, Die Seinsfrage, no conduce a la diferencia ontológica. Es un indecidido de Sein und Zeit, que se mueve en la diferencia ontológica. El Dasein aparece, pues, como el único operario de la diferencia ontológica. Esa criatura filosófica —el Dasein— es inconcebible sin él, allí, de una diferencia aunque sea latente.
En el curso de verano de 1927, Heidegger señala que “a la diferencia (Unterschied) cumplida explícitamente del ser y del ente la nombramos la diferencia ontológica (die ontologische Differenz). Hay un trabajo ontológico de la diferencia (que es la existencia misma)”. Solo falta suprimir el animal. Heidegger no tematizó la carne expresamente. Pero se atosigó con ella: alumnas, amigas de su mujer, esposas de sus alumnos. “Debo vivir en Eros”, confiesa abiertamente. ¿Cómo hacía Heidegger? Entre el Seyn y el Eros. De un tren a otro: Wunich, Tubinga, Darmstadt, Ausburg.
Lo carnal en el hombre no es nada animal. Nietzsche piensa el cuerpo, pero no sabemos bien lo que significa para él. Sein und Zeit es la mejor prosa filosófica del siglo XX. Su firmante no tematiza la mano, ni el Dasein como Leib, porque el texto se pone a parir el último sujeto de la filosofía. Sin embargo, la palabra Hand (mano) juega un gran papel en la conceptualidad de Sein und Zeit, como determinación de la presencia, sea como Vorhandenheit o como Zuhandenheit.
El Dasein no es ni vorhanden ni zuhanden. Su modo de presencia es otro. Está soplado por la historia. El hombre tiene que decidir si quiere permanecer Sujeto (o “animal”) o si funda al Dasein (para la verdad del ser). La larga meditación de Heidegger sobre el Geschlecht —palabra alemana para sexo, raza, generación, filiación— puede conducir a pensar otra diferencia sexual. En su curso de 1928, en Marburg, había neutralizado su Dasein, no su sexualidad, sino la pertenencia a uno de los sexos. Lacan recoge este eco con su sujeto del inconsciente.
La diferencia sexual heideggeriana en Marburg es predual, todavía no binaria. Solo en el nivel óntico hay Mann und Frau, hombre y mujer, varón y mujer. El Dasein siempre está un paso atrás de la antropología, del psicoanálisis. Un poco más atrás del tipo y la tipa, de vos y de mí. El Dasein no es de ninguno de los dos sexos (Geschlechtern).
Pero, ¿hay una diferencia sexual heideggeriana? ¿Un golpe (Schlag) en la sexualidad dividida en dos? No lo creo. Lo que el curso de Marburg neutraliza es la escena del Dos, y no la sexualidad. El Dasein abriga la posibilidad interna de una dispersión fáctica (faktische Zerstreuung) en el cuerpo propio (Leiblichkeit) y, por ahí (und damit), en la sexualidad. El orden de implicación es riguroso, inmutable. Heidegger nunca pierde el hilo.
El Dasein no es el Mensh. El filósofo sí. Tiene el vigor de un campesino. No diría que Heidegger nos lleva a una diferencia sexual más radical que la binaria, a una experiencia completamente diferente de la diferencia sexual. Yo diría más bien que el curso de Marburg sustrae al Dasein del espacio (Raum), neutralizando su animalidad.
El espacio que el animal supone o implica es irreductible al tiempo. La animalidad del Dasein hubiera amenazado el privilegio de la temporalidad. Esta operación filosófica no me parece destinada a neutralizar la marca genérica de la diferencia sexual, sino a despegar al Dasein del animal que lo sigue. El Dasein no parece algo viviente. Solo se orienta por la izquierda o por la derecha. Ese es su espacio: la orientación.
5
La diferencia sexual, es decir, la castración, es propia del psicoanálisis. La castración funda el Dos, una sexualidad explícita. Sin embargo, vayamos despacio, con cautela. Estamos frente a los matemas de la sexuación. ¿Qué es lo dado a leer aquí? ¿La diferencia de los sexos? ¿O la inscripción de los dos modos, macho y hembra, de fallar la relación sexual? Dos colosos fálicos, ante todo, separados por un blanco o un bostezo, nos hacen presentir que estamos en el corazón del psicoanálisis.
Un lado edípico y un lado no edípico. La particular máxima de Brunschwig: en la chicana lógica, cada lado se obstruye a sí mismo y al otro. Eso no me inquieta. Mi intriga es otra: ¿quién es esa (x) del lado hombre y del lado mujer? Pegada a una función llamada «fálica»? Sin duda, un sujeto, o un ser que habla. Pero entonces, si es así, no hay… Lacan conjura la animalidad del Sujeto, hace la operación filosófica de Marburg. No hay dos sexos, no hay una sexualidad dividida en dos. El sujeto lacaniano se mantiene perfectamente fuera del cuerpo.
Los cuantores llaman a cerrar filas, ¿como sirenas en una playa sinuosa? ¿Habrá una lógica cantora? En Encore, el colocarse de uno a otro lado es electivo. Pero entonces, el sujeto es agente, como quien hace huellas falsamente falsas. ¿Se puede elegir la jouissance si viene del cuerpo? ¿Qué pasa con el monje que se pierde en Dios y a la vez se masturba? Lacan va y viene del notodas a las mujeres. Digo, anatómicamente, con «fundas», con vaginas. Pero es cierto que hay mujeres fálicas. Como tal, el zoo no asegura nada.
También es difícil llevar la marca animal o la marca de la diferencia sobre el hablante. Por el golpe o el graphein de la lengua. Hay un tránsito entre el zoo y lo que se pierde (o se gana). Todos somos trans. ¿La clínica sella entonces, a perpetuidad, la cifra 2: el machi-hembrado? ¿O hay una sexualidad otra que la binaria?
Lo que hay, del lado de la pulsión y del objeto, es una diversidad sexual, un Otro de deseo. Yo no hablaría de «diferencia», no, para nada. Pero también dudo de la “diferencia” en las escrituras de Lacan. En estos seres lógicos hay más bien un contrapunto en la lectura performativa que admiten. Las paradojas clínicas no son mostradas por el cuadrado lógico; más bien, veladas o turbadas. Sobre todo esta: la diferencia sexual (si es el caso) no hace pareja. La cuestión del partenaire queda intacta. En otras palabras, las dos presentaciones del goce elegidas por el sujeto son independientes de la elección de objeto. Se pone en duda lo que L’Étourdit pretendía: obtener «dos mitades tales que no se enreden demasiado en la coiteración». Es la carta que envió Lacan desde la Bélgica valona, el 14 de julio de 1972.
La carta llega siempre donde debe. Es lo que repite un alumno de verdad, un erizo, olvidando el correo joyceano, de remitente y de destinatario fluctuantes.
Lo formal esconde la aporía. Como Calipso hizo con Ulises: un desaparecido en el mar, cubierto y retenido en su cóncava cueva. En fin, lo que está a la vista es un símbolo de predicado unario, Φ; una variable, x; el símbolo de la cuantificación universal, ∀; el símbolo de la cuantificación existencial, ∃. Eso, la barra de la negación y nada más: mitades de sujeto, soledades, masturbación.
La mujer no está toda en el Edipo. Es singular (ein Weib), solo una escena mallarmeana, negro sobre blanco. A Pierre Lavalle le gustaría «ver» en la función fregeana una suerte de escritura sexual, F(), la hendidura, la boca abierta, ávida, insatisfecha, ungesättigt, no saciada, a la espera. Los términos de Frege lo hacen soñar, pero no cambian nada, no imprimen nada. La lógica no tiene olor ni risa de labios.
En todo caso, con Lacan, tiene cara de satisfecha. No hay x sin referencia fálica. «El sujeto que aquí se propone sea llamado mujer depende de dos modos. Helos aquí». El sujeto de Lacan es un espíritu, un asunto de pura lógica o de lenguaje. Se mantiene perfectamente fuera del cuerpo. Ni vivo ni muerto (como el cogito). Hay un velo de sexuación tan válido como el velo de alienación. No es posible no elegir. No es posible estar en los dos lados a la vez.
De pronto, en Encore, un esquema heterosexual nos confunde con su grafía: cada mitad tiene su objeto (el «a» o el órgano fetichizado del macho). ¡Ay!
6
El domingo fui a ver a Borel, en su retiro, en Uranga. Un viejo capo del asilo. ¿Quién no recuerda sus clases? Es cierto que tenía sus costuras de enunciación, sus charcos de INC, sus arrugas psíquicas: una mujer de hombres, el matema, la mano de Husserl, un monje en el convento y un brujo fluctuante—podía ser Céline o Artaud. La clínica, para él, era la cama. Si había uno, era un masturbador o un analizante. Si había dos, era peor. “La cabra es también una elección de objeto”, decía.
La casa era antigua, de chapas y ladrillos, de grandes ventanas. Borel tenía frío y le arrimé un poco de leña al fuego. “Algarrobo”, me dice. “Se quema rápido”. Nos sentamos en la cocina a tomar unos mates. Se oye el ruidito del molino de viento. Por la ventana aparece una doble fila de eucaliptos y un cielo bajo, gris. Me dice que su mano está neurológicamente más torpe, lejos de la época del Covadonga, cuando afeitaban cerebros dos veces por semana. Se miró los dedos. Calentó otra vez el agua de la pava, cambió la yerba y nos fuimos a su cuarto de trabajo.
Una morocha ancuda pasó furtiva de un cuarto al otro. Borel, indisimuladamente, le miró el culo. La biblioteca es pequeña: Sein und Zeit, por supuesto; Die Pariser Vorträge de Husserl; Max und Moritz; la poesía de Benn en dos tomos; las Grundformen de Binswanger; un par de cosas de Straus y de von Baeyer; el libraco de Jaspers y poco más. No vi los Écrits, pero sí los études de Henri Ey, editados por Desclée de Brouwer. En la pared, una foto hermosa de Romy Schneider en Quiberon y otra de Monet pintando en Giverny bajo una enorme sombrilla blanca.
Nos sentamos en unos sillones que habían sido de su familia de Santa Fe y chupamos un poco la bombilla. Desde aquí se oye mejor el ruidito del molino. Borel se fuma un Lucky Strike con ganas. “¿Viste? Estoy solo. Mi mujer murió. Tiene razón Roberto Arlt: una mujer es una tristeza más”. Se queda con los ojos entrecerrados después de una larga pitada. Pero por ahí anda Bébert, mi gato.
Yo, francamente, debo decirlo, no tengo una buena opinión de Lacan. Un gran hechicero, sin duda. Me acuerdo bien de los analistas porteños de fines de los cincuenta y sesenta, aturdidos por Lacan y por Masotta. El significante era un ábrete sésamo, y el psicoanálisis, una disciplina vanidosa, una ciencia del sujeto. Ese freudolacanismo hacía del síntoma una metáfora. Lacan había descendido en el Dock Sur. El último inmigrante. Como dijo Masotta: hay quienes, y no son los peores, esperan mucho de su pensamiento, muchas veces antes de conocer una sola de sus ideas. Frase inmortal. Yo por entonces era alumno de Raúl Sciarretta, distante, irónico, mordaz, certero. Le protegió del sortilegio con sus risitas y su educado desdén. No esperaba a Godot. Todos los miércoles a la mañana, yo estaba en Rosario Norte, al pie del tren.
Borel miró su biblioteca. “No, no estoy solo”, dijo para sí. Al rato añadió: “Sí, yo hago literatura, toco el cuerpo, la marca animal del humano, el diente que falta, los juanetes, la marcha en hoz”. Se calló. Después se embaló de nuevo.
La carne husserliana fue mi guía en el asilo. Después, vivo Sein und Zeit. Pero ese sujeto de la carne me pareció un buen hilo conductor. Por alguna razón, afuera, se oyó la alteración de los teros. “Yo estaba en el asilo cuando llegó una bandada de cardenales”, dijo. “Nunca vi nada normal. Lo juro. Me formé en el Centenario. Nunca me fui del asilo. La salud mental es una superstición. Siempre hay un síntoma (y si no, un delirio). Ese pájaro de fuego me enseñó la orquestación, el orden. Como llegaron, se fueron”.
“Estaba con Husserl, ¿no?”, seguí pensando. En su texto hay una pulsionalidad que implica o entrelaza la carne del otro en la carne del ego. La carne es asunto de pulsión. Es el mismo Husserl el que habla de ein Paar, la pareja o la couple. Es cierto que la pareja carnal apenas aparece dibujada. No se entra en detalles. La carne no tiene forma, silueta, contorno. ¿Su filosofía habrá tocado una pareja carnal más que sexual? ¿Es eso posible? ¿Un reparto así en la fenomenología husserliana?
En ese momento, Bébert apareció en el cuarto, silencioso, sibilino, magnético, con las orejas paradas. Borel lo miró con ternura. Yo metí el sexo en la clínica para que no sea filosofía. De la carne husserliana al 200, el macho y la hembra. El que más siente o padece la diferencia sexual es el trans. De eso no hay duda: male to female o female to male. Toda una dirección, un destino, un rumbo. Siempre estoy atento a la marca animal en un pensamiento del Dos.
Lacan, mientras tanto, hacía lo contrario, apelando a la lógica, a una ciencia muerta. De esta manera suspende o neutraliza la animalidad del Sujeto. Los matemas de la sexuación, como los llama, son una idealidad lógica. No separan los sexos sino los seres. Raro en un médico este pathos antivitalista. Creo que el tipo padecía la diferencia sexual como un no entre hombre y mujer. Una pitada. A Lacan siempre lo veo demasiado entreverado con la Verdad con mayúsculas: sea como origen, como resultado o como causa. Un silbido de viento se cuela por alguna parte. Lacan pone a la verdad a la deriva. Ni óntica ni ontológica.
Esta dualidad de la verdad se remonta a la diferencia ontológica que Heidegger padeció: ese no entre ente y ser. La verdad excluye al animal, al dedo gordo del pie, a los sobacos. Borel hizo una pausa. ¿Qué sería una verdad mentirosa? ¿La que testimonia un analizante que se arriesga al dispositivo del Pase? El psicoanálisis es una experiencia, y tal vez, una teoría del tiempo o del destino. Su único concepto es el de síntoma. La raza de los analistas es una minoría sexual. Borel se calló.
Algunas gotas de lluvia se deslizaban por la ventana. Borel canturreó Parlez-moi d’amour. La cocinera había preparado carne asada con papas. Borel, Bébert y yo nos sentamos a la mesa. Había un buen vino de damajuana. Después, tomamos unos mates. Hablamos de tango, del fueye de Troilo, de sus cantores de los años cuarenta (Marino, Floreal, el rosarino Aldo Calderón).
“La gran poesía argentina pasa por el tango”, dijo Borel. “Siempre la pera y el piro. Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida… Bueno, che, estoy cansado”. Nos despedimos afectuosamente. “Y Dafne, con sus musgos ya corteza, tiende hacia mí sus frondosas manos”, decía desde la puerta, guiñandome un ojo. Creo que eso es de Pound. Enfilé hacia la tranquera y salí. Había cuevas de peludos por todas partes. Se podía tocar la soledad en esa tarde.

