PASAPORTE

Reseñas

En El inquilino, Roman Polanski nos sumerge en un relato inquietante donde lo cotidiano se transforma lentamente en una pesadilla. La película cuenta la historia de Trelkovsky, un hombre tímido y reservado que alquila un departamento en París, cuya inquilina anterior intentó suicidarse arrojándose por la ventana. Desde el inicio, el ambiente está cargado de una extraña hostilidad: los vecinos son severos, el casero es autoritario y las reglas de convivencia parecen más propias de un régimen opresivo que de un edificio común.

La trama avanza como un lento descenso hacia la paranoia. Trelkovsky comienza a sentir que todos lo observan, que cada gesto suyo es juzgado y que, de algún modo, los habitantes del edificio quieren transformarlo en la mujer que ocupaba el apartamento antes que él. Este proceso de alienación se manifiesta en detalles perturbadores: gestos repetidos, objetos desplazados, miradas insistentes, hasta llegar a la transformación física y psicológica del protagonista.

Polanski, que además interpreta a Trelkovsky, construye una atmósfera en la que la frontera entre la realidad y el delirio se desdibuja progresivamente. La ciudad, los pasillos, las ventanas, incluso los baños colectivos del edificio se convierten en escenarios de opresión, donde lo personal se disuelve en una vigilancia constante. La identidad del personaje se fragmenta hasta perder cualquier anclaje seguro, y el espectador queda atrapado en esa sensación de asfixia que crece con cada escena.

La película funciona como una metáfora del aislamiento, la intolerancia y la fragilidad de la identidad frente a la presión social. En su ambigüedad radica gran parte de su poder: nunca queda del todo claro si Trelkovsky es víctima de una conspiración real o si todo se trata de una progresiva locura. Esa incertidumbre convierte a El inquilino en una experiencia profundamente inquietante, más cercana a una pesadilla que a un relato tradicional.

Con un final circular y desesperante, Polanski reafirma su talento para explorar la psicología del miedo y la opresión, dejando al espectador atrapado en un estado de incomodidad que perdura más allá de la pantalla. El inquilino no es solo una película de terror psicológico, sino una reflexión amarga sobre la fragilidad de la individualidad frente al peso de lo colectivo.