En la casa de mi tío abuelo, en Córdoba, había un espejo ovalado que nunca reflejaba del todo la figura de quien se asomaba. Uno podía estar frente a él y, sin embargo, advertir que la imagen tenía un gesto distinto, un parpadeo fuera de tiempo, una leve demora.
Durante años lo consideré una curiosidad más, hasta que una noche de insomnio bajé al salón y lo encontré cubierto por una tela negra. La retiré, y entonces el reflejo me habló con mi propia voz:
—Hace mucho te espero. El verdadero eres tú o soy yo, pero mañana ya no habrá diferencia.
No recuerdo cómo regresé a mi cuarto. A la mañana siguiente, mis familiares me juraron que en la casa no había espejo alguno, ni en ese salón ni en ningún otro.
El detalle perturbador es que, desde ese día, cada espejo donde me miro me devuelve un rostro que parece conocer algo que yo ignoro.